domingo, 1 de mayo de 2011

La tía Eugenia ( de Ángeles Mastretta)

La tía Eugenia conoció el Hospital de San José hasta que parió a suquinto hijo. Después de luchar veinte horas ayudada por toda su familia, aceptó el peligrode irse a un hospital, dado que nadie sabía qué hacer para sacarle al niño que se lecuatrapeó a media barriga. La tía les tenía terror a los hospitales porque aseguraba que eraimposible que unos desconocidos quisieran a la gente que veían por primera vez. Ella era buena amiga de su partera, su partera llegaba siempre atiempo, limpia como un vaso recién enjabonado, sonriente y suave, hábil y vertiginosa comono era posible en contrar ningún médico. Llegaba con sus miles de trapos albeantes y suscubos de agua hervida, a contemplar el trabajo con que tía Eugenia ponía sus hijos en elmundo. Sabía que no era la protagonista de esa historia y se limitaba a seruna presencia llena de consejos acertados y aún más acertados silencios. La tía Eugenia era la primera en tocar a sus hijos, la primera que losbesaba y lamía, la primera en revisar si estaban completos y bien hechos. Doña Teliala confortaba después y dirigía el primer baño de la creatura. Todo con una tranquilidadcontagiosa que hacía de cada parto un acontecimiento casi agradable. No había gritos, nicarreras, ni miedo, con doña Telia como ayuda. Pero por desgracia, esa mujer de prodigio no era eterna y se murió dosmeses antes del último alumbramiento de la tía Eugenia. De todos modos, ella seinstaló en su recámara como siempre y le pidió ayuda a su hermana, a su mamá ya la cocinera.Todo habría ido muy bien si al niño no se le ocurre dar una marometa que lo dejó conla cabeza para arriba. Después de algunas horas de pujar y maldecir en la intimidad, todo elque se atrevió pudo pasar entre las piernas de la tía a ver si con sus consejos eraposible convencer al mocoso necio de que la vida sería buena lejos de su mamá. Pero nadieatinó a solucionar aquel desbarajuste. Así que el marido se puso enérgico y cargó con latía al hospital. Ahí la pobrecita cayó en manos de tres médicos que le pusieron cloroformo enla nariz para sacarla de la discusión y hacer con ella lo que más les convino. Sólo varias horas después la tía recobró el alma, preguntando por suniño. Le dijeron que estaba en el cunero. Todavía hay en el hospital quien recuerda el escándalo que se armóentonces. La tía tuvo fuerzas para golpear a la enfermera que salió corriendo en buscade su jefa. También su jefa recibió un empujón y una retahíla de insultos. Mientrascaminaba por los pasillos en busca del cunero la llamó cursi, marisabidilla, ridícula, torpe, ruin,loca, demente, posesiva, arbitraria y suma, pero sumamente tonta. Por fin entró a la salita llena de cunas y se fue sin ningún trabajohasta la de su hijo. Metió la cara dentro de la cesta y empezó a decir asuntos que nadieentendía. Habló y habló miles de cosas, abrazada a su niño, hasta que consideró suficiente ladosis de susurros. Luego lo desvistió para contarle los dedos de los pies y revisarle elombligo, las rodillas, la pirinola, los ojos, la nariz. Se chupó un dedo y se lo puso cerca dela boca llamándolo remilgoso. y sólo respiró en orden hasta verlo menear la cabeza y extender loslabios en busca de un pezón. Entonces lo cargó dándole besos y se lo puso en la chichiizquierda. —Eso —le dijo—. Hay que entrar al mundo con el pie derecho y por lachichi izquierda. ¿Verdad mi amor? La jefa de enfermeras tenía unos cuatro o cinco años, seis hijos y unmarido menos que la tía Eugenia. Desde la inmensa sabiduría de sus vírgenesveinticinco, juzgó que la recién parida pasaba por uno de los múltiples trances dehiperactividad y prepotencia que una madre necesita para sobrellevar los primeros días de crianza, asíque decidió tratar el agravio con el marido de la señora. Se tragó los insultos y lepreguntó a la tía si quería que la ayudara a volver a su cuarto. La tía dijo no necesitar más ayudaque sus dos piernas y se fue caminando como una aparición hasta el cuarto 311. (...) —Voy por su hijo— acertó a decir la doctora Dávila, extendiendo unamano que no sintió suya. (...) Al poco tiempo entró a la recámara cargando a unniño con la cara de papa cocida que tenían los demás recién nacidos, pero al que de pronto ella veía comoun ser luminoso y adorable. Lo puso en los brazos de la mamá. —Viene completo— dijo. —Perdón por el escándalo de hoy en la mañana— pidió la tía Eugeniamirando a Georgina Dávila con agrado. —No hay nada que perdonar— se oyó decir Georgina. —Lo volvería a hacer— completó la tía Eugenia. —Tendría usted razón— le contestó Georgina.

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